viernes, 5 de febrero de 2021

LOS GITANOS

 

Uno de mis sueños de grandeza, tal vez el más antiguo, fue el de ser una gran pianista.


Intuyendo tal vez su imposibilidad, comencé a delirar por las noches, proyectándome a mí misma en una sala abovedada de cristal, silenciosa y transparente, encerrada en el fulgor de algún bosque desconocido; la luz difusa y prístina, penetrándolo todo. Y ahí estaba yo, de piernas cortas de niña de 6 años colgando sobre la banqueta, reproduciendo con mis manos las piezas clásicas que a veces oíamos en casa desde el surcado vinilo.


En aquellos breves instantes, más lúcidos y queridos que muchas escenas de mi supuesta realidad, me sentía triste y feliz a la vez. Feliz por poder, aunque fuera mentalmente, experimentar mi ilusión; y triste por la certeza brutal, que como un sello inmisericorde se me había estampado en la frente, de que jamás se cumpliría mi destino de pianista. Soñaba. Como el espíritu genial que se separa radicalmente de la vulgaridad de la existencia, tocada ad eternum con el laurel honorífico de lo sublime. Soñaba. Con la facilidad y candidez con que sueñan los niños, donde querer es siempre poder.


En mi clase del colegio había una niña que asistía a clases de solfeo en el Conservatorio de Música local. A veces me mostraba sus cuadernos pautados con aquellos trazados enigmáticos que representaban a los sonidos. Al contemplarlos, me decía a mí misma que algún día yo también descifraría el acertijo, sabría arrancar de aquellos espigados dibujos el secreto de la música. Así pensaba. Aprendería el lenguaje del alma del mundo.

Contemplaba a aquella niña como alguien tocado por los dioses, por los hados.

El deseo por la música se convirtió con el paso del tiempo en una fiebre. En un delirio incómodo. Y llegó entonces el día en que me cansé de imaginar. La fantasía ya no era dulce, sino amarga y cortante, pues cuando se imponía la realidad y el candor se esfumaba, me dejaba aún más desolada ante la certeza de su total inexistencia. El anhelo por la música se había hecho tan grande, que había traspasado la barrera de las ensoñaciones íntimas. Mi deseo quería existir, quería ser real. Yo quería existir. Porque aunque se empeñen en decirnos que no somos nuestros deseos, no somos más que eso mismo. Así pues, decidí que había llegado el momento de la revelación, de trocar lo platónico en materia, y, tremendamente nerviosa, escogí declarar mi amor por la música a la hora de la comida de un sábado cualquiera de familia obrera de la España de mediados de los 80.


-Quiero tocar el piano


Ahí estaban, cuatro simples palabras. En qué poco cabían todas las horas de imaginación y de ensoñación, todas las noches de matices desafiantes y de luces mentales. Qué pobre expresividad la de mis palabras, qué mal condensaban la inquietud de los años.


Y, simplemente, mis padres me miraron como quien mira un extraño perro verde en la pantalla de la televisión. Con frío desdén y ligera e irritante molestia, como esas cosas de niños que impiden poder disfrutar del apasionante y deprimente telediario.


-Quiero tocar el piano


Ahora se asomó una sonrisita burlesca a la boca de mi madre. Mi comentario le había hecho gracia.

-Esas son las consecuencias de ir a una escuela de pago. Que quieres ser como los niños ricos.

-No es de pago, es subvencionada- masculla mi padre

-Da igual. Su problema es que no acepta su clase económica. Quiere ser lo que no puede ser.


Aturdida, no acabé de entender que aquello era un rotundo y aplastante no. Mi madre siguió diciendo que yo era una obrera, y era muy estúpido y altivo por mi parte aspirar a los dones de la gente con dinero. Pensé en ese momento en el abrigo de visón que colgaba del armario de la entrada de la casa de mis padres, y del doble collar de perlas Majorica que mi madre lucía los domingos pavoneándose por el vecindario obrero en el que, según sus propias palabras, no se podía aspirar a los dones de los pudientes.

Seguí soñando no obstante una temporada más, y seguí diciendo que yo quería cantar y tocar el piano. Pero la rabia y los comentarios hirientes sobre mi maldad y egoísmo,  y mi falta de aceptación de mi estatuto socioeconómico, continuaron creciendo con cada una de mis peticiones. Hasta que por fin mi boca quedó sellada, y mi don musical abortado y detenido en una imagen de panning mental, borrosa y violenta. Comencé a odiar a la niña que estudiaba solfeo, como sólo se odia a aquellos a quienes se les conceden las dádivas con la misma naturalidad con que a nosotros se nos deniegan. Como a quien respira libremente mientras a una le ahogan con un trapo. Comencé a odiar a mi madre, como sólo se odia a quien te corta una mano por gusto, o se exhibe burlón ante ti con un pedazo de pan mientras te ha negado a ti el alimento durante semanas. Me planté delante del armario del zaguán de la casa, y lo abrí. Allí estaba, colgado, cubierto por un plástico largo, el abrigo de visón que casi rozaba el suelo del armario, y que mi madre se ponía de vez en cuando para pasearse por el barrio obrero de gente pobre en el que supuestamente vivíamos. Mientras contemplaba esa piel muerta colgante, escuché el veredicto: yo era mala por querer hacer cosas propias de la gente rica. Ésa, ésa era la sentencia de culpabilidad. Y era firme e irrevocable. Cerré de un portazo el armario, y sentí rabia. Pensé en quemar el abrigo, y con él, su sentencia condenatoria. Me vino a la mente la imagen de un fuego muy naranja, una especie de hoguera de las vanidades, purificadora y malvada; ahora sí, malvada.


Y vino mi cumpleaños. Recuerdo un jolgorio de niños concentrados en una casa muy pequeña, el pastel sempiterno de galletas mojadas en leche y chocolate, y el regalo. El regalo era un organillo pequeño, un Casio PT 20, un organillo infantil, a pilas. Las teclas eran minúsculas, y había en total dos escalas. Cuando apretabas unas teclitas con gomitas de colores dispuestas en hilera sobre el teclado, sonaban ritmos prefabricados horteras con nombres exóticos: bossanova, flute, fantasy, salsa, disco..... Aprendí a tocar el cumpleaños feliz y un par de canciones populares de campamento, todo ello con un acompañamiento de espanto. Hasta que pronto me cansé de aquello, y decidí confinar el órgano a la canasta de mimbre donde se guardaban los juguetes olvidados. Lo enterré lo más hondo que pude, entre muñecas triponas, vestiditos desgarrados, y pucherillos de cocina.


El sueño de la música se empezó a tornar, poco a poco, de color sepia. Empezó a ralentizarse hasta quedarse sin movimiento. Luego, empezaron a quemarse las esquinas de la sala con bóveda donde me imaginaba tocando, como se queman las esquinas de papel fotográfico después de pasarles un mechero. La imagen se empezó a convertir en un blanco y negro. El negro empezó a derretirse y a dejar manchas espesas sobre la estampa mental, como un chapapote. Al final, una penumbra comenzó a tragarse la imagen, a absorber con su absoluta negación las patas del piano de cola imaginario, a modo de preludio de lo oscuro. La penumbra aparecía ante mí como un enjambre en sordina, abigarrado, de puntitos eléctricos, amalgamados en gris, blanco y negro, punzantes y móviles, con una vida propia de larva cadavérica sutil. Yo podía escuchar el sonido monocorde de la penumbra, como un zumbido grave e ininterrumpido. Aquel enjambre etéreo y sordo, tomó despiadadamente, pacífica e inexorablemente, la antesala de mi gloria infantil. Impuso el señorío de la amarga decepción, y se hizo la soberana de un escenario helado. Durante aquella etapa glaciar, a veces, las notas aún chocaban entre sí, mecidas por un frío aliento. Su sonido metálico de agujas de nieve me susurraban que una vez, yo había tenido un sueño.



Era un día de fiesta, de domingo, de Pascua tal vez. No lo sé. Había mucha luz, y esa luz era de un suave color amarillo pálido. Estaba en mi cuarto, y escuché a lo lejos la desangelada trompeta de los gitanos. Me asomé a la ventana, poniéndome un poco de puntillas para ver mejor, y reconocí en la lejanía la silueta de su humillada cabra. Los gitanos aparecían de forma fugaz e impredecible, con su triste melodía en lontananza como tarjeta de visita, sucios y feroces, para mostrar al vecindario el espectáculo de la cabra danzante al son de una oxidada trompeta. La pobre cabra era obligada a realizar la proeza de subirse a una corta escalera de mano como colofón de todo aquel dudoso show. A continuación, cuando la cabra ya había coronado la cima de la escalera, y se sostenía milagrosamente con sus cuatro patitas apretujadas en el último escalón, comenzaba a caer una lluvia de duros y pesetas, que los más caritativos les arrojaban desde ventanas y balcones a modo de recompensa por el entretenimiento. El chiquillo de los gitanos corría desaforadamente de un lado a otro, persiguiendo el último clic, la última reverberación de la moneda lanzada contra el asfalto, en un esparcimiento metálico que a mí me resultaba arrebatador. Me imaginaba entonces siendo yo niña gitana, bajo una lluvia de pesetas doradas que resbalaban desde el cielo hasta mis manos, cayendo como una cascada tintineante a mis pies, su sabor salobre en mi boca. Porque yo había chupado monedas, supongo que como todos los niños, y conocía  bien ese sabor medio salino y metálico de las monedas baratas.


Aquel día les observaba también, otra vez, como de costumbre, entre excitada y temerosa. Me daban miedo esas miradas hoscas y bestiales. Esas pieles curtidas y oscuras. Me atraía, por otro lado, su halo misterioso, su vida errática, su fuerza y ferocidad, su peligrosa astucia. No era más, en definitiva, que una niña asustada y silenciada. Aunque siempre les vigilaba al detalle cuando aparecían con su número de la cabra, el miedo no me dejaba mostrarme a su vista. Me solía encaramar a un taburete, y permanecer agazapada, parapetada por la aspereza y tupidez de las cortinas de mi habitación.


Cuando el muchacho gitano ya empezaba a retirarse, sentí un impulso poderoso. Mi cuerpo se enderezó como movido por unos hilos invisibles, a cuya fuerza no pude ni quise sustraerme. De un salto, corrí frenética hacia el cesto de mimbre, y, sin vacilar, revolví con frenesí su contenido, y lo cogí. Corriendo, me subí de nuevo al taburete, asomé mi cuerpo por la ventana, y grité. Les llamé, aullé con todas mis fuerzas. Y antes de poder dar ninguna explicación, lancé el órgano por la ventana. El órgano salió volando de mis manos, extrañamente ágil y liviano, como en cámara lenta. Se detuvo incluso unos segundos a contraluz, flotando en la atmósfera amarillo crema, casi diría que me miró con pena, y me dijo adiós. A continuación, lo vi caer en picado, y lo vi aterrizar en las manos de uno de los gitanos artistas errantes. Lo abrazó como el que abraza a su añorado hijo. Los gitanos se borraron con la bruma de la tarde.



Afortunadamente, nadie en casa acertó a relacionar nunca la desaparición del órgano, con los frenéticos ritmos que acompañaron, desde aquel día, las apariciones de la cabra y de los gitanos.