jueves, 10 de julio de 2014

Cuando amé a Lucifer

Cuando amé a Lucifer, éste perdió su virulencia. Se mostró ante mí calmo y tranquilo, y abominando de aquellos que le asociaban a los rituales sanguinarios y al sacrificio de niños. Me hizo ver que en los míseros pulsaba la miseria, y que la vida era un baile de máscaras donde lo de menos eran las palabras.

Cuando amé a Lucifer, se convirtió para mí en un gran maestro. En el lado herido e incomprendido de la historia del mundo, en el reverso de la moneda, en la mano izquierda de Dios, en el error no perdonado.
Lucifer sólo quería amor.
Y yo se lo di sin miedo.

Y con ello, experimenté la más grande de las confianzas, el más tranquilo de los poderes, la visión más quieta, la fórmula demiúrgica más prístina y depurada.

Cuando amé a Lucifer, tuve que reconocer que él poseía una buena parte de razón, y que él también formaba parte de la experiencia, y que si había nacido de Dios, pues miembro esencial de él sería. Lo contrario, no cuadraba por ningún lado.
Así que me habló de cómo había hecho el mundo, y de su fórmula dual. Me pidió que no la revelara, y yo soy persona de palabra.
Si te interesa, puedes buscarle y conocerle por ti misma, enfrentar sus enigmas y tantear sus pruebas. No es un tipo fácil. Pero merece la pena.

Cuando amé a Lucifer, apareció un día y se sentó junto a mí en una cafetería de unas cuevas milenarias, y me habló con sosiego de los secretos del mundo. Descubrí la enorme belleza de su oscuridad, y le quise. Sentí compasión por él, y le quise. Y al quererle, hubo paz.

Cuando amé a Lucifer, le pregunté por los niños masacrados, y él me miró serio y me habló de la palabra ignorancia y de su consorte, el miedo.

Y entendí desde luego que no compartiera su fórmula existencial con nadie, porque yo misma había recorrido un largo camino para recibir la revelación, camino en el que muchos próceres y muchas víctimas estaban llenas de podredumbre moral y de avaras ínfulas.

Cuando amé a Lucifer, no hubo pactos de sangre ni firmas horribles de compraventa de mi alma, ni súcubos ni íncubos, ni guerras atómicas, ni conspiraciones, ni finales de nada.

Cuando amé a Lucifer, contemplé la belleza del mundo y le di las gracias. Me postré ante él en devoción y le di las gracias. Gracias, gracias, gracias.

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