viernes, 5 de septiembre de 2014

De por qué me desenamoré de Pablo Iglesias

Cuando le conocí, me causó la misma e idéntica sensación que causa a todo aquel que se arrima a Podemos. Por fin, un chaval inteligente, atrevido, de impecable discurso, con temática concreta, un luchador, uno que había mordido el polvo también, uno que apelaba a la agudeza mental, que no se arredraba ante nadie, que aborrecía el populismo, un primus inter pares.
Mi primera decepción la tuve cuando vi una foto de él muy preparada, demasiado. Su mirada era la de un engreído que se tocaba con el halo del megalomanismo intelectual y político, pero no quise verlo entonces. Me dije a mí misma que todos tenemos el derecho a caer en esta falacia de vez en cuando, y que la fama no debe ser fácil de manejar. Le supe humano, como yo, capaz de poner cara de gilipollas en una foto, como cualquiera de nosotros.
Un día, me resultó sorpresivamente irritante cuando le oí hablar en un debate televisivo, y me supo a ajo, por lo repetitivo. Me dije a mí misma: "Podrías abandonar de una vez ese personaje de grano en el culo que a veces no te permite ver que lo que dices se sale de tono". Pero le entendí, porque eso nos puede pasar a cualquiera, y no es fácil ser un tipo tan inteligente como lo es él, y con tanto carisma y capacidad de embelesar a la cámara. Seguí siéndole fiel, pues, necesitada como estaba de un nuevo prócer, esta vez con coleta y pinta de tío guay. Y feminista, aunque, por mucho que sigo intentándolo, no logro calzarme tampoco con este zapato.

No estaría diciendo nada de esto si no fuera por lo que pasó antes de las elecciones a las Europeas. Porque ahí Pablo me puso los cuernos, y públicamente. Colgó un vídeo titulado Ratonlandia. En él, Pablo, muy suelto y a sus anchas, casi como de estar por casa, nos contaba un cuento. Así, espontáneamente, como es él. Nada preparado.Un cuento sobre unos lindos ratoncitos, muy buenos e inocentes todos, muy tiernos y entrañables. Los ratoncitos, no obstante, eran tontos, porque llevaban toda la vida votando a gatos, que, todo el mundo sabe, y suponemos que los ratones más que nadie, se alimentan, entre otras cosas, de roedores frescos a los que se deleitan en dar caza. Me sentí un poco imbécil como destinataria de la fábula, casi como si Pablo se creyera que soy lerda. La inocencia y la estupidez quedaban amalgamadas de una forma incierta en la sucesión de los fotogramas, casi como asociándolas, y eso, eso me cabreó bastante. Empezó a disgustarme el vídeo, y no lograba entender el porqué. Los dibujos animados no ayudaban precisamente a combatir mi sentimiento de infantilización creciente. Y eso que me gustan. Me debatía entre la fidelidad a Pablo y a lo que supuestamente decía representar, y el hecho deprimente de que me contara un bobalicón cuento donde sugería que yo era, poco menos, un ser humano de inteligencia equiparable a la de un cándido roedor urbano. Instintivamente, me preparé para lo peor. Mi intuición me avisaba de algo, algo desagradable y mezquino, pero aún así continué mirando el vídeo. Y, entonces, lo vi. Minuto tres, entre el segundo seis y siete. Lo vi.
Y así se consumó la traición. Pablo, el diferente, el portavoz de los oprimidos, había usado la subliminalidad. Ese recurso tan propio de los que no manipulan a las masas. Ese recurso tan considerado hacia la inteligencia ajena. Por si acaso no me había tragado el cuento hasta el final, ahí estaba el fotograma de Pablo insertado rápidamente justo cuando el líder de los ratones se subía a un montículo como el cabeza indiscutible del populacho ratonil. Mi amor se rompió en pedazos.

Le pedí explicaciones, y no fui la única. Tal vez se trataba de un error. Nunca contestó. Aunque siga vendiendo la idea de la circularidad y del, ahora sí puedo darle la razón a sus críticos, del más cutre y burdo de los populismos. Has insultado mi inteligencia, Pablo, o lo has intentado. Ya no te creo. Que luego hayas colgado vídeos donde defiendes el uso de las armas entre la población, me ha decidido a arrojarte al cubo de reciclaje de forma definitiva.

Pero lo peor de todo no es eso. Lo peor de todo es que ninguno de sus adoradores roedores ha querido verlo ni hablar de ello. Ninguno ha querido pararse a pensar quién es este tipo que dice unas cosas y actúa de otras. El fin nunca ha justificado los medios. Y eso, en teoría, lo decía él mismo. En teoría.

Que te aproveche el absurdo empacho de gloria política, Pablo. No digas nada sobre esta cutrez, ni ninguno de los que, en el fondo, debéis ser meras réplicas de un advenedizo. Si, estoy despechada, y con razón. ¿O tal ves sólo jugáis al circo de las vanidades? Me has demostrado, Pablo, que es lo que quieres en realidad. Aunque los lindos ratoncitos a los que dices defender te merezcan tan baja consideración como para ponerles unos dibujitos y encasquetarles, en su confiada inocencia, un fotograma tuyo para dejar bien claro que no confías en ellos, porque son tontos. Porque tienen que votarte, aunque sea de esta forma tan ridícula y barriobajera. ¿Tan poco real eres que necesitas recurrir a estos trucos de la propaganda y la manipulación entre aquellos a quienes dices representar? Para mí, nada nuevo supones. Porque esto es más viejo que Matusalén. Y no funciona. Y no lo quiero. Y no te quiero, Pablo, no, no te quiero.

Firmado: la flautista de Hamelin

No hay comentarios:

Publicar un comentario